Lazos

Los guerreros tecagalum eran reclutados en su mundo para expediciones interestelares. Era un raza en esencia militar y contaba con todos los atributos para ello. Su fuerza era excepcional y eran asombrosamente rápidos. Sanaban por sí mismos, lo que los hacía prácticamente inmortales, pero su sangre podía también salvar a otros. Eran depredadores, y su lealtad era incuestionable. Soldados fieles, y contradictoriamente respetuosos de la vida. No mataban más que por honor o hambre.


Pasaron cuatro días antes de que la hembra abriera sus ojos. El guerrero había emprendido ya la marcha a su hogar, pero se detuvo apenas percibió en el aire su fuerte aroma a menta y limón.
Ella supo lo que había ocurrido, apenas los ojos del guerrero tocaron los suyos. Levantándose, le tomó dos buenos minutos enfrentarlo erguida.
La ley impedía que ella iniciara la conversación, por lo que tuvo que esperar varios minutos más hasta que el guerrero terminó de examinarla.
.-Sanaste muy lento- dijo el guerrero.
Aunque se sentía ofendida, el primer impulso de la hembra fue disculparse. Pero una fuerza interior diferente la hizo valorar su vida. Volver de la Muerte nunca es lento.

-Mi nombre es Migáneal.- dijo la hembra.
El guerrero percibía su propio aroma salir del cuerpo de ella.
-Mi sangre está en ti.- dijo el guerrero.
Si alguien salvaba la vida de otro, esa vida era tomada como propia, y a menos que se liberase de ese deber, el salvado se convertía en la sombra de su salvador. Era una promesa tácita de honor.
-Puedo sentirla. Me debo a ti.- dijo ella.
Extrañamente esas palabras lastimaron el orgullo del guerrero, sentía la necesidad de protegerla, aún cuando no tenía claro de qué, no iba a forzarla a acompañarlo.
-Los tekagalum no necesitan esclavos, eres libre de irte.- dijo el guerrero.
Los ojos de la hembra fenikaganial se iluminaron. Después de una inclinación de cabeza, emprendió el camino de regreso. El guerrero, a su vez, siguió su camino.
Sin embargo, las fuerzas de los destinos no iban a permitir que estos dos se desembarazaran el uno del otro. Cuando entre ambos hubo al menos, cuatro metros de distancia, un extremo y repentino dolor los hizo caer de rodillas. Instintivamente retrocedieron, y en cuanto más se acercaban, más el dolor disminuía. La sorpresa y confusión empezó a rodearlos.
El guerrero llenó sus pulmones cuando el aroma de menta y limón llegó a su nariz. Y hubo paz.

El tekagalum buscó a su hembra, la levantó del suelo, y la depositó (con exagerada suavidad) sobre su carro. Sin decir una palabra, siguieron el camino, juntos. Con una gran mezcla de resignación y alivio.